EL PUENTE COLGANTE - SIMPA-CHAKA
Recuerdo con mucha emoción lo que vi en mi niñez. .....Y aquí va mi relato con mucho cariño para ustedes.
Era seguramente los últimos días del mes de Noviembre de 193 y tantos. El Alcalde Distrital había dispuesto que conforme a la costumbre aucarina, todos los mistis y campesinos debieran apersonarse al lugar llamado Chaka-pata, cinco kilómetros bajíos de Aucará, a orillas del río de Sondondo, para confeccionar el puente colgante o simpa-chaka que serviría para cruzar de una orilla a la otra en las próximas temporadas de lluvias, Enero a Marzo, el gran caudaloso río.
A las nueve de la mañana de aquel domingo más de cien personas estaban en una explanada llamada Cabra-kancha, muy cerca al río, todos listos y entusiastas para comenzar el trenzado del puente colgante. Los indígenas, algo de cincuenta, habían llevado muchos atados de mimbre, carrizos, retamas y sauces largos, delgados y flexibles con los con los cuales trenzarían el dicho puente. Era realmente una fiesta de trabajo comunal, sabiéndose que el puente colgante o simpa-chaka sería de muy grande utilidad para los pasajeros de a pie entre los pueblos de Aucará con los de la otra banda como Ishua, Huaycahuacho, Queca, Huacaña y muchos más que a diario y en gran cantidad trajinaban desde Cabana, Andamarca, Puquio, y muchos más pueblos y viceversa. Amén
La confección o trenzado consistía en hacer ocho largas y gruesas sogas con dichos mimbres de un largo de treinta metros más o menos y reforzadas con soguillas de cabuya. Su ancho era de treinta centímetros, más o menos.
¿Cómo era dicha confección?
Los maestros aucarinos como los taytas Trinidad Chinchay, Patrocinio Osorio, Patricio Marcacusco y también de Ishua como tayta Mateo Asto, disponían en la planicie de este campo, las ocho sogas o simpas, trenzándolas hasta con diez mimbres cada una, las que iban agregando sucesivamente más mimbres hasta que alcancen la longitud necesaria y también el ancho conveniente para que sobre ellas caminen uno por uno y cómodamente hombres, mujeres y niños. Las sogas más sólidas y flexibles eran las que servían para caminar; otras dos sogas quedaban a la altura del hom- bro y servían para sujetarse con las manos; y debajo de las simpas de caminar habían cuatro sogas más que estaban libres por si, el pasajero podría agarrarse en caso de resbalarse.
Aproximadamente a las dos de la tarde las ocho sogas o simpas estaban listas con la alegría de todos.
Ahora tocaba llevar las ocho sogas de carrizo y mimbre para cruzarlas sobre el río de Sondondo que en esos momentos aun no tenía mucha agua. Para ello diez hombres llevaban en vilo cada soga hasta el vado distante medio kilómetro, cuesta abajo. En este lugar una docena de hombres por el lado aucarino, y otras tantas por la otra ribera.
Los ishuinos y de Kichka, habían preparado dos fuertes mojinetes a manera de sostenedores sobre dos enormes pedrones que felizmente estaban asentados en las orillas del río, más un frondoso molle, a los que en su momento eran enrollados muy fuertemente las puntas de estas largas y gruesas sogas, o simpa-chakas.
Cierto.
Entre gritos y al toque a rebato de un viejo bombo de la comunidad, se iniciaba la colocación de las sogas, cu-yas puntas o extremos se amarraban fuertemente a dichos mojinetes y molles, asegurándoles para mayor seguridad con sogas de cabuya y lazos de cuero, colocación que lo hacían entre gritos de aprobación y desaprobación, más sendas vasijas de chicha de jora y de molle, para refrescarse, diciendo.
Para las cinco de la tarde ya los ocho sogas-simpas se balanceaban airosas empujadas por el viento del atarde-cer. La alegría se dibujaba en todos los rostros pues decían que ya estaba listo el puente colgante o simpa-chaka en el punto llamado Chaka-pata, bajíos de Aucará, sobre el río Sondondo. Ahora sí, hombres y mujeres de ambos lados del río se abrazaban y agasajaban de alegría porque tenían asegurado el pase de una banda a otra, que al cruzarla hombres y mujeres se balanceaban con el empuje del viento, y las mujeres se reían ¡ja-jayllas!, ellas pasaban cargando contentas y rollizas grandes atados de duraznos y tunas. Por debajo del puente, diez metros, corría bramando y enrollándose el caudaloso Sondondo, era mitad de Febrero.
Una vez que había pasado la temporada de lluvias, era afán de las mismas autoridades arreglar los caminos reales o de herradura que con las lluvias de Enero a Marzo se habían malogrado. Entonces las comunidades de Aucará y de cada anexo aucarino, salían en orden y concertadamente para arreglar cada pueblo sus respectivos trechos limpiando los caminos de las piedras, malezas y huaycos que habían caído sobre ellos. Lo mismo se rehabilitaban las gradas o galerías de piedras de los caminos que se habían malogrado con la correntada de las tempestades.
Esta labor se cumplía también al entusiasta toque del bombo y el pinkullo con cuyas notas los comuneros ponían más ardor y entusiasmo al trabajo. A las seis de la tarde se había cumplido igual faena de la limpia en los caminos de he-rradura de Jauta, Aqanta, Chacralla, y todos retornaban también a sus casas, muy contentos y más aucarinizados.- F I N
ROBENEY
AUCARICA, NOV. 2000.-
ANECDOTAS DE CHAKA-PATA
Recuerdo que cuando niño iba a Chaka-pata acompañándole a mi buena madre Modesta. Aquí, a las orillas del caudaloso Sondondo tenía mi abuelito materno don Ignacio Neyra, no llegué a saber su apellido materno un fundo de varias hectáreas que colindaba con otro suyo debajo de Cabana, Ajay-puchka. Era él un hombre de más de sesenta años sería, que tenía unos diez trabajadores diarios para las labores propias de lluvias como preparar los cercos para echar semilla de alfalfa o abrir nuevos cercos.
Esta vez, mi padre Guillermo Escolástico que había retornado de un largo viaje a Lima, se había dado con la ingrata noticia que habían muerto dos novillos de engorde con el mal del aventazón o empanzamiento de alfalfa. La gran desgracia era para mi buena madre Modesta que había quedado con la administración del ganado. Ella no cabía de temor que mi padre se enfadaría mucho al saber de la terrible pérdida.
Por eso, cada vez que sucedía esta clase de cosas, mi madre corría donde mi abuelita Silvestra, madre de mi padre, para que ella fuera la encargada de avisarle la nefasta noticia, aunque mi padre ya lo había sabido por otros medios.
Algo le aplacaba las palabras de mi abuelita, pero mi padre se complacía en reprenderla a mi pobre madre por la pérdida de las reses, por lo que resentida tomaba la decisión de irse en volandas a Chaka-pata donde estaba su padre, mi abuelito Ignacio, para avisarle la fatalidad sucedida.
Mi madre le avisaba llorando de la desgracia de haber perdido varias decenas de soles de nueve decimos. Que Escolástico, su esposo estaba muy apenado pero más que eso muy mortificado para ella por su descuido. Pero mi abuelo ni caso le hacía, diciéndole, hijita, todo tiene remedio menos la muerte. Y le enseñó una hermosa vaca josca con su cría que ese rato entraba al corral, diciéndole llévate pues esa vaca y déjate de llorar. Dándole un besito.
Recuerdo que mi abuelo era muy gracioso y campechano, se bromeaba con todas las pasñas de la casa diciéndole chistes hasta muy colorados con lo que les hacía reír a todas las gentes. Y las mismas sipas se rego-deaban con las bromas de mi abuelo.
Los peones descansaban en el corredor comiendo algo para emprender el viaje a Cabana, cinco kilómetros, más o menos, en eso, serían las cinco de la tarde, mi abuelo divisó a la distancia unas mozas rollizas que con enormes atados de duraznos ingresaban a la simpa-chaka para venirse hacia donde estaba él, a lo que mi abuelo les llamaba delante de todos en quechua y con voz tan fuerte como para que oigan ellas que estaban en la otra banda : “Oigan vengan, apúrense que aquí les estamos esperando sus maridos”. Todos se echaban a reír por la broma.
Después se ponía a contar uno y otro chiste.... Dice que un forastero llegó a su casa a la media noche y se acostó con su mujer. Cuando le tocó su cosita , notó que estaba mojada. ¿Por qué está así?, le preguntó. Ella le respondió, “es que estaba llorando por ti”. Ella acababa de estar con otro hombre.7 Las gentes se echaban a reir de muy bu7ena gana.
Después de tomar el desayuno yo y mi madre nos fuimos a Aucará muy contentos, arreando la vaca josca y su cría que mi abuelo Ignacio le había regalado para aliviar la pérdida de los ganados. Cuando llegamos a Aucará mi padre se puso muy contento al ver la vaca josca.
Recuerdo que después de muchos años esta vaca que me tocó en la repartición de bienes la vendí por 400 soles al ganadero de Laramate José Huallpa para mi "cargo" de "Los Reyes", 1945, que lo pasé7 firme7 con Dina Romero y toda la muchachada aucarina. Mi hermano mayor Alfredo se enfadó mucho.
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MI VIAJE A HUICSE
Por 1937 ó 38 viajé por se7gunda vez al pueblecito de Huicse, distrito de Querobamba acompañándole a mi padre don Guillermo Escol7ástico. Recuerdo que fuimos con Sixto Guillén y otro peón. El primer día de viaje sólo pudimos llegar, las7 cinco de la tarde al pueblecito de Queca, distrito de Chipao, alojándonos en casa de un pariente de mi pa777dre, apellido Guillén. Me decía que este pueblo en el coloniaje fue sede principal de la fe católica y fue sede de un Convento de los jesuitas.
Al día siguiente enrumbamos hacia Querobamba subiendo la altísima cumbre de Ccello-qasa, arreando como diez animales de carga. A gran distancia veía mi pueblo, Aucará, de cuando en cuando y suspiraba de los regalos y caricias de mi madre. Pero tenía que seguir viajando rumiando mi tristeza. Llegamos a la quebrada andina de Mala-yerba, lugar de muchos, cristalinos y rápidos riachuelos que bajaban del nevado de Qarhuaraso hacia Huacaña. Me deleitaba con este maravilloso paisaje andino, de pajarillos y soledad, con algunas llamas y ovejas a la distancia, no vicuñas ni alpacas.
Luego de un día de grandes sacrificios y ajetreos llegamos al pueblecito de Tintay, donde años más después fui profesor informal en reemplazo de mi hermana Celia. Serían más de las cinco de la tarde. A77777777777quí nos recibió el amigo de mi padre, Fernando Herrera, con mucho cariño, aquí mi padre exclamó: "Di7777os está con nosotros" viendo que el cielo había comenzado a arrojar cántaros de agua desde lo alto, nos habíamos salvado. Fernando dispuso los animales llevando él mismo con uno de los peones al potrero de don Antonio Pomahuallqa, amigo también de mi padre.
Estuvimos en Tintay algo de ocho días en que mi padre vendía sus mercaderías, percalas, tocuyos, vichy, tije-ras. botones, agujas, carretes y otros. A la vez compraba ganado y los depositaba en el mismo potrero que era de pastos verdes y frondosos, era mojadal, chancha. Yo, su secretario, diez años, ¿?, me ocupaba en hacer los documentos que me dictaba mi padre, cuyos términos recuerdo hasta ahora. Nuestra estadía fue feliz y provechosa, a mi parecer.
Luego mi padre decidió avanzar hacia otro pueblo, Querobamba, qori-bamba, tierra del oro. A las dos de la tarde estábamos en la inmensa pampa del mismo nombre, distante cinco kilómetros del pueblo. Allí habían varias estancias donde algunos crianderos y sus mujercitas estaban afanosos por ordeñar sus vacas. Bajamos un poco de cargamento para que mi padre hiciera su consabido cambalache con el primer amigo de la ruta. Yo me había acomodado al lado de mi padre con el lapicero y cuaderno de apuntes, pues yo como su secretario ya me tocaría hacer el documento: "Cónste por el presente que yo......" claro que mi padre me lo dictaba, hasta ahora lo tengo en la cabeza.
Llegando a Querobamba nos alojamos en casa del señor Jerónimo Garibay, una hermosa casona con amplio patio interior rodeado de portales blancos. Lo mismo, mi padre iniciaba al siguiente día sus finanzas de ganado y venta de mercaderías al fiado, pero también recibiendo lo fiado del viaje anterior. Había sencillo.
Aquí conocí a una niña de mi misma edad, Adelayda, nos tuvimos mucho cariño y alguna cálida escena inocente.
Tiempo de lluvia, las tardes eran de correr a casa por los relámpagos y truenos. Los riachos que había más allá habían crecido de volumen y daba miedo, lo mismo los picachos próximos se cubrían de nieve que daba un encanto verlos.
Querobamba, pueblo amplio ubicado en una altipampa tenía como Tintay los llamados "paqaris", huecos muy profundos abiertos en las peñas de donde salía un ventarrón frío y sonoro, y decían que era el suspiro de los wamanis, no sé, recuerdo algo misterioso y fascinante. Le echaba una piedra y corría a los profundos vacíos por unos vericuetos que me daba cuenta por el sonido que cambiaba de ruta por ratos hasta perderse. Era "encanto" según los lugareños.
Luego de otros diez días de estadía en Querobamba enrumbamos hacia el pueblo de Huicse, lugarcito donde sus humildes gentes eran mineros. Sus ocupaciones era la explotación artesanal del oro que había en cantidad para ellos. Cada uno poseía su propio molinillo o trapiche y sacaban el oro mezclando el barro molido con el azogue que había llevado mi padre. El azogue o mercurio, era un metal líquido blanco, espeso y muy pesado, y tenía que llevarse en botellas de fierro. ¡Qué barbaridad!.
Por las mañanas como de costumbre, las cinco y media de la mañana comenzaba mi padre con sus negocios. Venían al lugar donde nos habíamos alojado, el corredor comunal de la humilde Placita Mayor, sus amigos trayendo sus ataditos de oro, se pesaba por adarmes en un balancín que de propósito tenía mi padre. Eran tres hasta cinco adarmes por persona, o sea hasta diez gramos, que mi padre les pagaba en plata, mercaderías o azogue. Siempre quedaba un saldo a favor o en contra de dos o tres soles, lo que apuntaba yo en el cuaderno correspondiente.
Otras veces el negocio era en grande, compra de toros o novillos. Eso sí era en plata y al contado. Los toros y novillos de Huicse eran enormes, de nueve años, de cachos amarillentos y anillados, les decían "bois" en vez de bueyes. Don Primitivo Garibay era uno de los crianderos que le gustaba vender a mi padre y le hacía esperar en su querencia. No habían aquí los llamados "piqueros" o sea aquellos que recibían dos o tres mil soles para ir a comprar más lejos. Sí había en Huaycahuacho, por ejemplo, como "Chanlala", los hermanos Suárez de Morcolla; "wali-huara" Espinoza de Querobamba que entre lluvias y tempestades se adentraban quebrada abajo, que sólo ellos conocían para volver de una semana con tres o cinco toros.
Al tiempo que mi padre hacía sus cambalaches todavía en cama porque tenía frío y yo a su lado, los peones se ocupaban en hacer el desayuno, consistente primero en el llamado "batido" manjar de huevos que los batían en una coptelera u ollas de barro especiales, calientito le servían a mi padre, a mí y después, todos. Luego venía el desayuno fuerte de té o cocoa, con cancha fresca su queso, los panes de Aucará que nos había puesto mi madre Modesta, más un poco de charqui-taca. Veces era con bastante araq-papa, del lugar, aquellas papitas silvestres que recién iban apareciendo con las lluvias, eran riquísimas. MI "tía" Vicenta, de cariño le decía, por mi tía verdadera de Aucará que mi padre así lo había concertado con ella, nos llevaba a tomar desayuno dándonos bastante huevos duros cocinados, papas sancochadas con ají y su mate de agua de culén. Era muy bueno para el estómago y el frío.
En este pueblito de mineros informales y artesanos sabían poco de agricultura, sus tierras no se prestaban par a sembrar, los cerros eran de arena por eso todas las noches se derrumbaban grandes pedazos de cerros haciendo un ruido infernal, como terremoto. Al comienzo tenía miedo pero luego que me contaron que no había ningún peligro, me tranquilizaba. Alguna vez subí hasta Chinchil-orqo cerro que está encima de la comarca sólo porque tenía curiosidad por ver cómo era eso, pues me había dicho que era el apu wamani del pueblo. No tenía algo de particular, sería de alguna cultura humilde.
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Un paréntesis. Después de muchos años, 1962, viajé hasta por tres veces recuerdo a Huicse con el fin de conocerle a mi hermano Enrique habida en doña Matilde Garibay. Las primeras veces el chico, se escondía de mí y se corría al monte, "manaku", manaku, diciendo. "No quiero", decía. Pero luego en los siguientes viajes aceptó ir conmigo a Aucará y me lo traje en la grupa de mi alazana. Vinimos por la quebrada de Tablada, quebrada bellísima de clima agradable con muchos cercos de alfaalfa y maíz. Era Junio tiempo de cosecha y había mucha achira, fruta subterránea que reemplaza al pan en el desayuno.
Estuve varios días en la casa de campo de mi pariente Pedro Bendezú, muy cariñoso y trabajador. Tenía dos señoras, una en Tablada y otra en el pueblo de Querobamba. Se comprendían muy bien, enviándose alimentos del ,pueblo al campo y viceversa. A don Pedro le tocaba convivir con la de Tablada por la cosecha y la siembra. El resto del año lo pasaba en el pueblo muy regalado de la vida. Vivió hasta los 94 años.
Estoy haciendo un aparte de mi relato, me estoy refiriendo a este punto, repito que volví a Huicse casi de veinte años de la muerte de mi padre, 1943, yo era ganadero que trabajaba con el Banco Agropecuario para juntar reses de engorde. Es aquí que vi que Huicse seguía en su humildad natural, las mismas gentes y sus costumbres, sin Escuela pese a la población escolar, llamé al Agente Municipal Teniente Gobernador y algu-nos vecinos, y les ofrecí llevarles de obsequio la Virgencita de FATIMA para que sea la Patrona de Huicse, anuncio que recibieron con mucha alegría Efectivamente en mi siguiente viaje les llevé comprando en Lima a la ,Virgencita de FATIMA de 40 centímetros de altura, me recibieron muy contentos, y les recomendé que Huicse se llamará FATIMA por el lugar bello y campestre. Sé que ahora se llama FATIMA, me alegro mucho. Aquí termino esta parte.
A las diez de la mañana mi padre se dirigía con alguno de sus amigos a sus chacras donde estaban los toros de venta. Volvía para almorzar a las doce, un poco más, trayendo uno o dos toros. Era una alegría para mí.
Luego de estar diez días o más en Huicse mi padre anunciaba el regreso para Aucará vía Querobamba. Llevábamos siete reses entre novillos, toros y vacas. Recuerdo que bajando hacia Querobamba iba a pie con el fin de ayudarle a mi caballo, mi moqo-ticha o Lima-qawarina que era chiquito pero muy mansito, mi montura estaba revestido con cuero de chivo blanco y rojo que era mi admiración y demás aperos eran muy curiosos como para mi edad. Mi padre me quería mucho porque era dócil e inteligente. Esta bajada tenía muchos manantiales con mojadales que me resbalé y mojé mi pantalón. Para aliviar mi percance mi buen padre me hizo un wali de lliklla de uno de los hombres, porque mi pantalón estaría secándose encima de una de las cargas. Yo corría como mujercita, entre bromas.
Llegamos siempre a la casa del señor Garibay en Querobamba. Los mismos afectos y atenciones. Mi padre ju-gaban a los naypes por las tardes, contentos porque en ese momento llovía a cántaros. Estuvimos aquí más de una semana al parecer recibiendo las reses de los piqueros y para rematar algo de las telas y demás que aun había quedado.
Emprendíamos viaje a Tintay cruzando esta inmensa pampa que llega hasta este pueblo, pasando por el vado del río llamado Kakta que era muy peligroso en lluvias, por lo que preferíamos ir hasta al puente artesanal, colonial muy simpático, hecho de ladrillos en arco. En medio del río descansaba el primer arco sobre una enorme piedra que se había acomodado justo para servir como soporte.
Llegábamos siempre al atardecer, porque mi padre tenía que hacer sus finanzas y cambalaches en esta inmensa pampa que se desplazaba de un pueblo a otro. Las estancias o jatos estaban a poca distancia entre ellos lo que facilitaba el negocio y también para tomar la leche de las vacas o el payqo de las señoras que lo cocinaban muy rico, más el hambre que al menos yo tenía. En aquellos tiempos no había ni Koka Kola, ni Inca Kola, sólo tomábamos agua fría agachándonos al manantial, ¡qué fresca, cristalina y rica eran estas aguas!.
Lo mismo demoramos otra semana aquí recibiendo las reses y demás deudas así como rematar las últimas baratijas que no se había podido vender. Luego preparábamos el gran retorno a Aucará esta vez por el pueblo de Huacaña. Llevábamos diez y ocho reses, más unas cinco onzas de oro que mi padre lo tenía muy guardado en un bolso especial que había hecho mi madre Modesta.
En Hucaña nos alojamos en la casa de don Patrocinio Sarmiento, padre de la señorita profesora María Sarmiento que relato en otro capítulo. Un señor muy parco en el hablar, de ojos azules y cabellos rubios. Aquí estaba de sacerdote el R.P. Celestino Garibay, muy amigo también de mi padre. Jugaban tejo o casino en sus momentos de ocio. Así como ljugaban cuando éste señor cura visitaba Aucará
No demorábamos nada en Huacaña. No había qué hacer. Por eso a los dos días, muy temprano los ganados estaban enrumbando por la cuesta en zigzag de Wamqa, para voltear a Kimsa Yaku y Patarakancha. De aquí se veía mi querido pueblo, Aucará. Pasamos por Huaycahuacho, Ishua, Kichka, el vado de Wasa-pampa y a las cinco de la tarde estrábamos a mi Aucará. Yo quería en mi orgullo de niño entrar a mi pueblo arreando yo mismo las reses lo que se lo pedí a mi padre, me aceptó y entré por sus calles arreando yo solo el ganado hasta meterlo all corral con la algarabía de mi madre y mis hermanos que nos recibíeron muy contentos.
Era costumbre de los ganaderos que a los toros se les debía de castrar para que engorden más rápido con el fin de tener más ganancias. Por eso mi padre hacía castrar los ocho o diez o toros cuando estos ya habían descansado algunos días, con el maestro en este arte, Antonio Zotelo.
Era un ceremonial. Le tumbaban al animal, le amarraban en cruz las cuatro patas. Los testículos del animal estaban libres. Se les lavaba con agua fría y jabón, luego Antonio sacaba un cuchillito que él mismo lo había hecho y le sacaba los huevos uno por uno. Lo echaba en una canasta. A la herida que era de unos cinco centímetros le metía bastante sal. Para terminar le levantaba al animal de la cola y le daba varios golpes con la planta de los pies a la pierna del ahora novillo, una arroba, dos arrobas, hasta ocho arrobas, diciendo. Era para que el animal llegara hasta este peso en el camal de Lima.
De repente había llegado de Laramate el ganadero don Jesús Jurado, el champoso" porque era muy barbudo. Iba con mi padre a ver las reses en el alfalfar de "Suito". Habían hecho negocio. Ambos estaban contentos.
Y el oro, mi padre Guillermo Escolástico lo llevaba a Lima. Allá tenía unos amigos orfebres que lo hacían hervir en unos crisoles de arcilla, que las cinco onzas se convertían en dos o tres, porque el trabajo de los huic-sinos era artesanal. Este oro lo llevaba a la Casa Welsh o Wiese, lo vendía a buen precio. Para nuestra educación, decía mi padre bendito.
Recuerdo que en este viaje sería u otro, porque fui dos veces a Lima cuando pequeño, que nos llevó mi padre a la playa de La Herradura, gobierno del General Oscar R. Benavides, por carnavales. Había presentación de payasos al aire libre hasta las nueve de la noche. Fuimos en tranvía. Pero volvimos por el túnel que hasta ahora está. Los cientos de carros hacía una bulla infernal con sus bocinas y las gentes decían que era que un carro lo había atropellado y matado a un hombre. Nos pegábamos más y más al muro, y casi el automóvil rozaba nuestros pies. Yo estaba muy nervioso como serranito que era. Al fin salvamos el túnel, más allá estaban los carros para Lima.
Recuerdo también que esta vez fuimos a la playa de Chorrillos. Me enamoré de una camisa de manga corta color azul con cierre. En quechua le dije a mi padre, rantira puway camisata rras niniyuqta. Cómprame esa camisa con eso que dice rras.... Era el cierre. Me compró, pero recuerdo que al rato lo perdí en los alcantarillados de Chorrillos. Me quedé con mucha pena.
F I N . -
Cointinuará
viernes, 10 de septiembre de 2010
domingo, 5 de septiembre de 2010
ORQOSA: RECOSTADO A LA PEÑA PARTIDA
¡Cómo no recordar con cariño aquellos momentos tan felices que pasé en aquel villorrio enclavado entre ríos, peñas y quebradas. Orqosa, que significa sacado, extraído. Vivía yo y los míos al lado de hermosos animales, bellas plantas y piedras magnéticas que me parecían que eran mis hermanos!.
¡Cómo no recordar el perfume de los molles, dalias y duraznos y que al atardecer el airecillo me traía hasta mi olfato sus perfumes!.
¡Cómo no recordar las flores de las tunas y duraznos, de colores rojo y amarillo, que abrían sus vírgenes corolas para derramarme sus néctares!.
En fin tantas bellezas de la madre natura juntas ¿dónde estarán?. ¿Qué río, qué misterio, se los han llevado dejándome sólo la luz de sus recuerdos?.
Así era Orqosa, sacado de la nada. Casitas de teja roja entre maizales y chacras de alfalfa, a la vera de los caminos y siempre a orillas de alguna acequia de aguas limpias para saciar nuestra sed y de los animales y plantas.
Las Casitas estaban no tan lejos una de otras colgadas entre laderas y cerros, o algún escondido recodo del camino de herradura. Ellas se comunicaban unas de otras mediante senderos tachonados de tumbos, rosas y enredaderas que era una delicia descansar bajo su fresca sombra, aquella que bebía feliz al mediodía y que al crepúsculo me parecía un palio de flores y yo entre ellas.
Otras mil escalinatas servían para subir o bajar de otras Casitas de ichu por las que se caminaba guardando el debido equilibrio para no caer en brazos de algún espino o unas puntiagudas huamangas.
- Yo soy, ñoqallaymi, mamay, chaypichu kackanki.
- Sí, sí, puedes entrar. Arí, arí, yaykukuy.
Y saltaba algún perrito, chascha, con ardientes ganas de gritar y morder.
- No muerde, ladra nomás. Manam kachunchu, anyayllam. Sus palabras tenían un tono y mucho de maternal, de invitación exigente y dulce a su casa teñida de humildad y cariño. Y a toma de mano un huerto fértil y virgen, que da colores para los ojos y mieses y granos para el hambre...
Salía el dueño de la choza invitándome exigente a sentarme en el poyo sobre un pellejo. Qué amabilidad tan santa, aquel humanismo de tiempos idos y no volvidos, de gentes que su idea es dar sin pedir recompensa, Pero tenía que estar obligado a corresponderle porque quien mercedes recibe obligado que-da.
LO que voy analizando es que ese mi ayer rodeado de naturaleza viva, de hombres santos y quietos, un tal Eustaquio Ccanto, sesenta años, de enorme filosofía, me dijo alguna vez para no olvidarme nunca “no nos hagamos eso”, haciendo con sus labios un rictus de revonvención, ama chaynanakusunchu. Que fue una gran enseñanza para el resto de mi vida pensando que hay que obrar de buena forma. Esto fue en mis años mozos.
Gente sencilla, amable, limpia, generosa, me alcanzaba si era de mañana una canasta de duraznos, sírvete diciendo, Y si era de tarde, me alcanzaba un mate de mazamorra de qacha de durazno, qué dulce, sustancioso y vigorizador.
No escatimaban dar muy bastante de lo poco que tenían, lo que querían era satisfacer le hambre y la sed del visitante o del viajero.
Así era Benedicta, Bene, mujer de cincuenta años, sus amores y energías sa-lían por todos sus poros y sudaba tanto de soplar la sopa de pushra de ceba-da que luego venía humeante para perderse en mi estómago.
Bendita Bene, esposa de Benjamín, Benga, mis madres, mis padres. Su casita una casita a la vera del camino, con atajo y yuyos allí al lado, en su huerto y más allá remoloneaba con el viento el tupido maizal.
¡Benga!, era un verdadero filósofo indio, un pensador a golpe de meditar al in-flujo de sus peñas y rocas que sabían decirle sé fuerte, noble, valiente, un auki de fuerza y de punche macho. Siendo bastante no era nada para él si recuerdo esa su infinita paciencia en el rudo trabajo diario, Era él mi líder, el hombre-concertado que había elegido mi padre, y mi ma-dre a su mujer hace muchímos añós, para que ambos cuidaran de las chacras y animales que tenían en Orqosa. Un contrato de palabra y concierto con mutuas recompensas nunca reclamadas ni nunca incumplidas, menos renegadas. Las partes habían procedido con toda honradez y respeto, hasta el cumplimiento total. Y así de año en año, y ya son veinte años, o más.
De acuerdo a su cultura, Benjamín, Benga se sentía feliz, en su elemento, qui-zá porque cuadrada a su alma, a su aspiración, a su necesidad. Eran a la vez tiempos de abundancia y de escaseces. Cuando no habían lluvias era la infinita preocupación de todos, por eso sus rostros se apretujaban de pesar y preocupación y pedían a tayta Dios, a los wamanis para que derrame sus a-guas para todos, Sus rostros reflejaban el hambre que quizá vendría de algunos meses.
Y decían, a murmullo y gritos de rogativa, con sus voces roncas, taytay suél-tanos tus aguas, ¡compadécete pues!. Y se echaban sobre sus pellejos de o-veja de siempre para volver a repetir el plato diario del trabajo. Dichoso trabajo para Benga, porque era el primero en levantarse después de cada aKullikuy, diciéndoles al resto de la peonada, señores recomencemos nuestra ta-rea para descansar temprano, taytaykuna, jallaykusun, timpulla samakunapaq.
LO que ra un salmo, una rogativa, y los demás reiniciaban la brega.
Cierto mes de Febrero lluvioso y a la vez cálido me enfermé en Orqosa del costado o bronconeumonía. Me había bañado en el río y me había puesto al sol hasta dormirme del rico calor. Ahí fue que me dio la neumonía con fiebre de 40º grados ¡en Orqosa!, muy lejos, lejos de la más humilde medicina.
Amanecí delirando en los desfiles militares de Lima que mi hermano mayor Al-fredo les contaba al atardecer a Benga con un entusiasmo único. ¡Qué marchas y qué músicas de bombo y platillo. A las seis de la mañana me llevaba del freno Benga camino para Aucará, con la misma fiebre, listo para morirme en medio camino de doce kilómetros de empinada y tortuosa bajada hasta Aucará.
Moribundo llegué a mi pueblo a a las dos de la tarde, felizmente en cielo nubla-do, pero escupiendo sangre desde Yaku-toqyaq y siempre con esa misma fiebre. MI buena madre me recibió cariñosa y alarmada, y me tuvo en su regazo para luego ponerne a la cama y aquí me quedé dormido. Pero a las cuatro de la tarde la fiebre había subido a 42º, seguro.
Dándose cuenta fue ella misma corriendo a vuelo de madre a traerle a doña Ja-cinta Fuentes, la más sabia curandera del pueblo. Había que conjurar la fiebre en el acto porque podría cocinar los pulmones míos. Traigan un perro negro y dos kaywas para hacer puchas-puchas, ordenó a ruegos la sabia doña Jacinta. Era eso abrir las entrañas del perro para ponerle ensangrentadas aun a mi pecho. Y las dos kaywas a las dos palmas de mis manos. Eran las puchas-puchas, remedios excelentes, a maravilla para sacarme la fiebre. Había cierto, a las siete de la noche estuve resucitando con la admirada alegría de mi buena madre Modesta y de doña Jacinta. La muerte no me quiso, quizá para morir de neumonía y fiebres, y resfrios y toses de las tantas veces como años que padecí en este bajo suelo. Sólo este corazón sabe del mar de mis calamidades. Del 8 al 30 de Enero con mis ocho años de edad estuve en cama. Para el fiesta del Señor de UNTUNA salí a Misa, viejo y raquítico. Pero al fin salvo, aunque, flaco, pálido y encorvado.
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¡Cómo no recordar el perfume de los molles, dalias y duraznos y que al atardecer el airecillo me traía hasta mi olfato sus perfumes!.
¡Cómo no recordar las flores de las tunas y duraznos, de colores rojo y amarillo, que abrían sus vírgenes corolas para derramarme sus néctares!.
En fin tantas bellezas de la madre natura juntas ¿dónde estarán?. ¿Qué río, qué misterio, se los han llevado dejándome sólo la luz de sus recuerdos?.
Así era Orqosa, sacado de la nada. Casitas de teja roja entre maizales y chacras de alfalfa, a la vera de los caminos y siempre a orillas de alguna acequia de aguas limpias para saciar nuestra sed y de los animales y plantas.
Las Casitas estaban no tan lejos una de otras colgadas entre laderas y cerros, o algún escondido recodo del camino de herradura. Ellas se comunicaban unas de otras mediante senderos tachonados de tumbos, rosas y enredaderas que era una delicia descansar bajo su fresca sombra, aquella que bebía feliz al mediodía y que al crepúsculo me parecía un palio de flores y yo entre ellas.
Otras mil escalinatas servían para subir o bajar de otras Casitas de ichu por las que se caminaba guardando el debido equilibrio para no caer en brazos de algún espino o unas puntiagudas huamangas.
- Yo soy, ñoqallaymi, mamay, chaypichu kackanki.
- Sí, sí, puedes entrar. Arí, arí, yaykukuy.
Y saltaba algún perrito, chascha, con ardientes ganas de gritar y morder.
- No muerde, ladra nomás. Manam kachunchu, anyayllam. Sus palabras tenían un tono y mucho de maternal, de invitación exigente y dulce a su casa teñida de humildad y cariño. Y a toma de mano un huerto fértil y virgen, que da colores para los ojos y mieses y granos para el hambre...
Salía el dueño de la choza invitándome exigente a sentarme en el poyo sobre un pellejo. Qué amabilidad tan santa, aquel humanismo de tiempos idos y no volvidos, de gentes que su idea es dar sin pedir recompensa, Pero tenía que estar obligado a corresponderle porque quien mercedes recibe obligado que-da.
LO que voy analizando es que ese mi ayer rodeado de naturaleza viva, de hombres santos y quietos, un tal Eustaquio Ccanto, sesenta años, de enorme filosofía, me dijo alguna vez para no olvidarme nunca “no nos hagamos eso”, haciendo con sus labios un rictus de revonvención, ama chaynanakusunchu. Que fue una gran enseñanza para el resto de mi vida pensando que hay que obrar de buena forma. Esto fue en mis años mozos.
Gente sencilla, amable, limpia, generosa, me alcanzaba si era de mañana una canasta de duraznos, sírvete diciendo, Y si era de tarde, me alcanzaba un mate de mazamorra de qacha de durazno, qué dulce, sustancioso y vigorizador.
No escatimaban dar muy bastante de lo poco que tenían, lo que querían era satisfacer le hambre y la sed del visitante o del viajero.
Así era Benedicta, Bene, mujer de cincuenta años, sus amores y energías sa-lían por todos sus poros y sudaba tanto de soplar la sopa de pushra de ceba-da que luego venía humeante para perderse en mi estómago.
Bendita Bene, esposa de Benjamín, Benga, mis madres, mis padres. Su casita una casita a la vera del camino, con atajo y yuyos allí al lado, en su huerto y más allá remoloneaba con el viento el tupido maizal.
¡Benga!, era un verdadero filósofo indio, un pensador a golpe de meditar al in-flujo de sus peñas y rocas que sabían decirle sé fuerte, noble, valiente, un auki de fuerza y de punche macho. Siendo bastante no era nada para él si recuerdo esa su infinita paciencia en el rudo trabajo diario, Era él mi líder, el hombre-concertado que había elegido mi padre, y mi ma-dre a su mujer hace muchímos añós, para que ambos cuidaran de las chacras y animales que tenían en Orqosa. Un contrato de palabra y concierto con mutuas recompensas nunca reclamadas ni nunca incumplidas, menos renegadas. Las partes habían procedido con toda honradez y respeto, hasta el cumplimiento total. Y así de año en año, y ya son veinte años, o más.
De acuerdo a su cultura, Benjamín, Benga se sentía feliz, en su elemento, qui-zá porque cuadrada a su alma, a su aspiración, a su necesidad. Eran a la vez tiempos de abundancia y de escaseces. Cuando no habían lluvias era la infinita preocupación de todos, por eso sus rostros se apretujaban de pesar y preocupación y pedían a tayta Dios, a los wamanis para que derrame sus a-guas para todos, Sus rostros reflejaban el hambre que quizá vendría de algunos meses.
Y decían, a murmullo y gritos de rogativa, con sus voces roncas, taytay suél-tanos tus aguas, ¡compadécete pues!. Y se echaban sobre sus pellejos de o-veja de siempre para volver a repetir el plato diario del trabajo. Dichoso trabajo para Benga, porque era el primero en levantarse después de cada aKullikuy, diciéndoles al resto de la peonada, señores recomencemos nuestra ta-rea para descansar temprano, taytaykuna, jallaykusun, timpulla samakunapaq.
LO que ra un salmo, una rogativa, y los demás reiniciaban la brega.
Cierto mes de Febrero lluvioso y a la vez cálido me enfermé en Orqosa del costado o bronconeumonía. Me había bañado en el río y me había puesto al sol hasta dormirme del rico calor. Ahí fue que me dio la neumonía con fiebre de 40º grados ¡en Orqosa!, muy lejos, lejos de la más humilde medicina.
Amanecí delirando en los desfiles militares de Lima que mi hermano mayor Al-fredo les contaba al atardecer a Benga con un entusiasmo único. ¡Qué marchas y qué músicas de bombo y platillo. A las seis de la mañana me llevaba del freno Benga camino para Aucará, con la misma fiebre, listo para morirme en medio camino de doce kilómetros de empinada y tortuosa bajada hasta Aucará.
Moribundo llegué a mi pueblo a a las dos de la tarde, felizmente en cielo nubla-do, pero escupiendo sangre desde Yaku-toqyaq y siempre con esa misma fiebre. MI buena madre me recibió cariñosa y alarmada, y me tuvo en su regazo para luego ponerne a la cama y aquí me quedé dormido. Pero a las cuatro de la tarde la fiebre había subido a 42º, seguro.
Dándose cuenta fue ella misma corriendo a vuelo de madre a traerle a doña Ja-cinta Fuentes, la más sabia curandera del pueblo. Había que conjurar la fiebre en el acto porque podría cocinar los pulmones míos. Traigan un perro negro y dos kaywas para hacer puchas-puchas, ordenó a ruegos la sabia doña Jacinta. Era eso abrir las entrañas del perro para ponerle ensangrentadas aun a mi pecho. Y las dos kaywas a las dos palmas de mis manos. Eran las puchas-puchas, remedios excelentes, a maravilla para sacarme la fiebre. Había cierto, a las siete de la noche estuve resucitando con la admirada alegría de mi buena madre Modesta y de doña Jacinta. La muerte no me quiso, quizá para morir de neumonía y fiebres, y resfrios y toses de las tantas veces como años que padecí en este bajo suelo. Sólo este corazón sabe del mar de mis calamidades. Del 8 al 30 de Enero con mis ocho años de edad estuve en cama. Para el fiesta del Señor de UNTUNA salí a Misa, viejo y raquítico. Pero al fin salvo, aunque, flaco, pálido y encorvado.
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