domingo, 5 de septiembre de 2010

ORQOSA: RECOSTADO A LA PEÑA PARTIDA

¡Cómo no recordar con cariño aquellos momentos tan felices que pasé en aquel villorrio enclavado entre ríos, peñas y quebradas. Orqosa, que significa sacado, extraído. Vivía yo y los míos al lado de hermosos animales, bellas plantas y piedras magnéticas que me parecían que eran mis hermanos!.
¡Cómo no recordar el perfume de los molles, dalias y duraznos y que al atardecer el airecillo me traía hasta mi olfato sus perfumes!.
¡Cómo no recordar las flores de las tunas y duraznos, de colores rojo y amarillo, que abrían sus vírgenes corolas para derramarme sus néctares!.
En fin tantas bellezas de la madre natura juntas ¿dónde estarán?. ¿Qué río, qué misterio, se los han llevado dejándome sólo la luz de sus recuerdos?.
Así era Orqosa, sacado de la nada. Casitas de teja roja entre maizales y chacras de alfalfa, a la vera de los caminos y siempre a orillas de alguna acequia de aguas limpias para saciar nuestra sed y de los animales y plantas.
Las Casitas estaban no tan lejos una de otras colgadas entre laderas y cerros, o algún escondido recodo del camino de herradura. Ellas se comunicaban unas de otras mediante senderos tachonados de tumbos, rosas y enredaderas que era una delicia descansar bajo su fresca sombra, aquella que bebía feliz al mediodía y que al crepúsculo me parecía un palio de flores y yo entre ellas.
Otras mil escalinatas servían para subir o bajar de otras Casitas de ichu por las que se caminaba guardando el debido equilibrio para no caer en brazos de algún espino o unas puntiagudas huamangas.
- Yo soy, ñoqallaymi, mamay, chaypichu kackanki.
- Sí, sí, puedes entrar. Arí, arí, yaykukuy.
Y saltaba algún perrito, chascha, con ardientes ganas de gritar y morder.
- No muerde, ladra nomás. Manam kachunchu, anyayllam. Sus palabras tenían un tono y mucho de maternal, de invitación exigente y dulce a su casa teñida de humildad y cariño. Y a toma de mano un huerto fértil y virgen, que da colores para los ojos y mieses y granos para el hambre...
Salía el dueño de la choza invitándome exigente a sentarme en el poyo sobre un pellejo. Qué amabilidad tan santa, aquel humanismo de tiempos idos y no volvidos, de gentes que su idea es dar sin pedir recompensa, Pero tenía que estar obligado a corresponderle porque quien mercedes recibe obligado que-da.
LO que voy analizando es que ese mi ayer rodeado de naturaleza viva, de hombres santos y quietos, un tal Eustaquio Ccanto, sesenta años, de enorme filosofía, me dijo alguna vez para no olvidarme nunca “no nos hagamos eso”, haciendo con sus labios un rictus de revonvención, ama chaynanakusunchu. Que fue una gran enseñanza para el resto de mi vida pensando que hay que obrar de buena forma. Esto fue en mis años mozos.
Gente sencilla, amable, limpia, generosa, me alcanzaba si era de mañana una canasta de duraznos, sírvete diciendo, Y si era de tarde, me alcanzaba un mate de mazamorra de qacha de durazno, qué dulce, sustancioso y vigorizador.
No escatimaban dar muy bastante de lo poco que tenían, lo que querían era satisfacer le hambre y la sed del visitante o del viajero.
Así era Benedicta, Bene, mujer de cincuenta años, sus amores y energías sa-lían por todos sus poros y sudaba tanto de soplar la sopa de pushra de ceba-da que luego venía humeante para perderse en mi estómago.
Bendita Bene, esposa de Benjamín, Benga, mis madres, mis padres. Su casita una casita a la vera del camino, con atajo y yuyos allí al lado, en su huerto y más allá remoloneaba con el viento el tupido maizal.
¡Benga!, era un verdadero filósofo indio, un pensador a golpe de meditar al in-flujo de sus peñas y rocas que sabían decirle sé fuerte, noble, valiente, un auki de fuerza y de punche macho. Siendo bastante no era nada para él si recuerdo esa su infinita paciencia en el rudo trabajo diario, Era él mi líder, el hombre-concertado que había elegido mi padre, y mi ma-dre a su mujer hace muchímos añós, para que ambos cuidaran de las chacras y animales que tenían en Orqosa. Un contrato de palabra y concierto con mutuas recompensas nunca reclamadas ni nunca incumplidas, menos renegadas. Las partes habían procedido con toda honradez y respeto, hasta el cumplimiento total. Y así de año en año, y ya son veinte años, o más.
De acuerdo a su cultura, Benjamín, Benga se sentía feliz, en su elemento, qui-zá porque cuadrada a su alma, a su aspiración, a su necesidad. Eran a la vez tiempos de abundancia y de escaseces. Cuando no habían lluvias era la infinita preocupación de todos, por eso sus rostros se apretujaban de pesar y preocupación y pedían a tayta Dios, a los wamanis para que derrame sus a-guas para todos, Sus rostros reflejaban el hambre que quizá vendría de algunos meses.
Y decían, a murmullo y gritos de rogativa, con sus voces roncas, taytay suél-tanos tus aguas, ¡compadécete pues!. Y se echaban sobre sus pellejos de o-veja de siempre para volver a repetir el plato diario del trabajo. Dichoso trabajo para Benga, porque era el primero en levantarse después de cada aKullikuy, diciéndoles al resto de la peonada, señores recomencemos nuestra ta-rea para descansar temprano, taytaykuna, jallaykusun, timpulla samakunapaq.
LO que ra un salmo, una rogativa, y los demás reiniciaban la brega.
Cierto mes de Febrero lluvioso y a la vez cálido me enfermé en Orqosa del costado o bronconeumonía. Me había bañado en el río y me había puesto al sol hasta dormirme del rico calor. Ahí fue que me dio la neumonía con fiebre de 40º grados ¡en Orqosa!, muy lejos, lejos de la más humilde medicina.
Amanecí delirando en los desfiles militares de Lima que mi hermano mayor Al-fredo les contaba al atardecer a Benga con un entusiasmo único. ¡Qué marchas y qué músicas de bombo y platillo. A las seis de la mañana me llevaba del freno Benga camino para Aucará, con la misma fiebre, listo para morirme en medio camino de doce kilómetros de empinada y tortuosa bajada hasta Aucará.
Moribundo llegué a mi pueblo a a las dos de la tarde, felizmente en cielo nubla-do, pero escupiendo sangre desde Yaku-toqyaq y siempre con esa misma fiebre. MI buena madre me recibió cariñosa y alarmada, y me tuvo en su regazo para luego ponerne a la cama y aquí me quedé dormido. Pero a las cuatro de la tarde la fiebre había subido a 42º, seguro.
Dándose cuenta fue ella misma corriendo a vuelo de madre a traerle a doña Ja-cinta Fuentes, la más sabia curandera del pueblo. Había que conjurar la fiebre en el acto porque podría cocinar los pulmones míos. Traigan un perro negro y dos kaywas para hacer puchas-puchas, ordenó a ruegos la sabia doña Jacinta. Era eso abrir las entrañas del perro para ponerle ensangrentadas aun a mi pecho. Y las dos kaywas a las dos palmas de mis manos. Eran las puchas-puchas, remedios excelentes, a maravilla para sacarme la fiebre. Había cierto, a las siete de la noche estuve resucitando con la admirada alegría de mi buena madre Modesta y de doña Jacinta. La muerte no me quiso, quizá para morir de neumonía y fiebres, y resfrios y toses de las tantas veces como años que padecí en este bajo suelo. Sólo este corazón sabe del mar de mis calamidades. Del 8 al 30 de Enero con mis ocho años de edad estuve en cama. Para el fiesta del Señor de UNTUNA salí a Misa, viejo y raquítico. Pero al fin salvo, aunque, flaco, pálido y encorvado.
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